Hace 10.000 años, nuestra relación con la leche era similar a la de otros
mamíferos. Este rico alimento debía alimentar durante sus primeros años de vida
a las crías hasta que fuesen más o menos independientes de la madre. Después,
los niños abandonaban el pecho para comer como el resto de la tribu y dejarlo
libre para nuevos bebés. Para asegurar que eso sucediese y los mayores no se
quedasen enganchados a las mamas, la evolución favoreció el apagón del gen que
produce la lactasa, la enzima intestinal que permite digerir la lactosa, el
principal nutriente de la leche. A partir de ese momento, beber leche suponía
ganarse un dolor de estómago o incluso una peligrosa diarrea.
Pero al final de la última glaciación, los humanos habían decidido comer la
fruta del árbol prohibido, aventurarse fuera del paraíso y empezar a jugar con
las reglas de la madre naturaleza. Poco a poco fueron seleccionando los
animales más dóciles para comer su carne, utilizar su piel o, al cabo de un
tiempo, aprovechar su leche. Aunque el organismo de aquellas personas aún no
podía digerir aquel alimento para crías, se dieron cuenta de que cuando se
fermentaba para convertirse en yogur o queso mantenía sus propiedades
nutritivas sin producir problemas digestivos.
En esas poblaciones de ganaderos apareció una mutación que parecía enmendar
la plana a la naturaleza. Los individuos de aquellas poblaciones recuperaron la
capacidad para digerir la leche durante toda su vida y con ella lograron acceso
a un alimento nutritivo que les podría salvar el pellejo cuando otros recursos
escaseasen. Hoy, alrededor de un tercio de la población mundial es tolerante a
la lactosa. La gran mayoría son europeos o tienen ancestros de este continente,
aunque también hay algunas regiones, en África y Oriente Medio, en las que se
produjo, de forma independiente, la mutación que hace posible digerir la leche.
En el norte del continente, la mutación tuvo mucho más éxito que en el sur
y hay regiones de Europa, como España, donde, pese tener animales domesticados,
hace tan solo 3.800 años la tolerancia a la lactosa aún no se había
desarrollado. Una de las hipótesis es la asimilación del calcio. Para que
nuestro cuerpo pueda aprovechar este importante mineral, es necesaria la
vitamina D, y la principal fuente de vitamina D es el Sol. Esto explicaría por
qué en los países del norte del continente, donde la radiación ultravioleta es
menor, habría existido una mayor presión selectiva a favor de los individuos
que pudiesen consumir leche y con ella el calcio y la vitamina D que contiene.
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